El primer conteo de votos presidenciales en el 2000 arrojó una tendencia negativa para el PRI, pero uno de los operadores de Francisco Labastida Ochoa dijo que había que esperar el voto verde porque ahí se podrían hacer los ajustes en las cifras. Sin embargo, los primeros indicios revelaron que el campo había dejado de ser el silo garantizado de sufragios priistas.
La lectura de las encuestas en el Estado de México debería tener una minuciosidad estratégica: el PRI perdió el voto de los campesinos, el PAN ya no garantizó el apoyo electoral de la clase militante del corredor azul y el PRD no supo retener a los sectores de activistas que movilizó la rebelión de Cuauhtémoc Cárdenas.
Un poco por el trabajo de penetración de Morena capitalizando descontentos y otro poco por la dinámica social, las encuestas han mostrado que los electores tradicionalistas del PRI, el PAN y el PRD replantearon sus alianzas con los programas asistencialistas y el discurso del presidente López Obrador.
Con respiración artificial y muerte cerebral, el PRI ha vendido la idea de que la plaza Edomex le sigue perteneciendo al llamado Grupo Atlacomulco que hoy no es más que una élite de políticos desanimados, en retiro geriátrico y sin ánimo o fuerza personal como para salir a enfrentar una nueva correlación de fuerzas sociales en la entidad que está encontrando el camino de desembarazarse del lastre que representa la vieja política –por llamarla de algún modo– desarrollada por Carlos Hank González como cacique.
El Grupo Atlacomulco fue en realidad un mito político. Se trataba de un estilo de reparto ambicioso de plazas de poder entre los jefes de grupos y los exgobernadores, bajo el argumento de que cualquier disidencia beneficiaría a la oposición. Sin embargo, el secreto del Grupo Atlacomulco estuvo en inexistencia histórica de una oposición de masas y del control del presupuesto para la compra priista de lealtades.
Al interior del Grupo Atlacomulco hubo una especie de compromiso formal en grado de mística de una administración gerencial del poder, pero explotando los liderazgos políticos con coordinaciones sociales, sin que la oposición aportara relevos o razones para su debilitamiento.
En el proceso inevitable de las contradicciones sociales y políticas, el gobernador Enrique Peña Nieto careció de sensibilidad para entender la lógica histórica del Grupo Atlacomulco y apostó el descuido mexiquense a su ambición presidencial, no preparó a un sucesor local que representaba los intereses de esa élite y designó al oportunista Eruviel Ávila como candidato sucesor y ahí se perdió la red social y política de poder de la élite de Atlacomulco.
El PRI mexiquense funcionó sin una lógica local con Avila y luego con Alfredo del Mazo Maza y sus pivotes ya no fueron los hilos de la legitimidad social que había tejido en el Grupo Atlacomulco, sino el asistencialismo tradicional del PRI que no pudo competir con el asistencialismo en modo priísta de Morena y el presidente López Obrador.
Y como cereza del rancio pastel mexiquense, los tres partidos con historias de confrontaciones fuertes e históricas se sentaron a tomar un café y decidieron repartirse el botín de la candidatura estatal, pero sin explicarle a los electores las razones en que los tres adversarios históricos entre sí ahora eran los tres amiguis.
La coalición mexiquense opositora no fue más allá de un pacto mafioso que nunca entendió que los tres partidos ya habían perdido sus bases tradicionales y que Morena, el presidente López Obrador y la inercia de programas gubernamentales del sexenio actual habían modificado los sentimientos políticos de los mexiquenses.
De ahí que la derrota opositora era más que obvia.