La Opinión de Omar Bazán Flores.- El 18 de junio de 2008 fue publicado en el Diario Oficial de la Federación (DOF) el Decreto por el que se reformaron los artículos 16, 17, 18, 19, 20, 21 y 22; las fracciones XXI y XXIII del artículo 73; la fracción VII del artículo 115 y la fracción XIII del apartado B del artículo 123, todos de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Mediante esta reforma, México pasó de contar con un sistema de justicia de corte inquisitivo a uno de corte acusatorio y oral.
En palabras de la Dra. Bardales Lazcano, “el modelo inquisitivo no solo fue el modelo de organización de un procedimiento o de una administración de justicia, sino por el contrario, generó a su alrededor una cultura inquisitiva”; es decir, un sistema poco ágil, ritualista, formalista y mayormente preocupado por la imposición de penas que por la solución del conflicto.
La implementación de un sistema de corte y acusatorio y oral pretendió, por su parte, terminar con los vicios de ese sistema tradicional, y pasar a uno mucho más garantista, respetuoso del debido proceso y centrado en la solución de los conflictos. El derecho penal, es entendido como el conjunto de normas reguladoras del poder punitivo del Estado. Este poder punitivo es de una fuerza tal, que su aplicación requiere de límites concretos que eviten una intervención excesiva en los derechos y libertades de los ciudadanos. Si partimos de la noción de que corresponde al Estado garantizar la seguridad y el bienestar de la población que habita en su territorio, podremos arribar con relativa sencillez a la conclusión de que la intervención de ese poder punitivo debe ser mínima y de que se debe recurrir a ella solo cuando no queden más opciones para resolver el conflicto.
Atendiendo a estas premisas iniciales, es menester preguntarse: ¿cuál es el papel del sistema penitenciario en la nueva visión de resolución de conflictos del sistema de justicia penal? y ¿cuál debe ser la función del juez de ejecución como responsable del último tramo de la intervención del poder punitivo del Estado?
Pena y cárcel
En su libro vigilar y castigar Michael Foucault comienza relatando el suplicio al que fue sometido un personaje de nombre Damiens, el dos de marzo de 1757 en Paris. Cuenta el autor que este personaje fue condenado a “pública retractación” ante la puerta principal de la Iglesia de París, “a donde debía ser llevado y conducido en una carreta, desnudo, en camisa, con un hacha de cera encendida y dos libras de peso en las manos”. Una vez llevado allí, le fueron atenaceadas las tetillas, brazos, muslos y pantorrillas. Después de una serie de torturas más, sus extremidades fueron atadas cada una a un caballo, con el propósito de que éstos cuatro animales lo descuartizaran. Finalmente, cada una de las extremidades, fue reducida a cenizas y éstas arrojadas al viento.
Con este relato, Foucault ejemplifica el papel del cuerpo como blanco mayor de la represión penal; pues, mediante esta clase de espectáculos punitivos, se pretendía cerrar – simbólicamente – el ciclo del delito y arrogarle una función eminentemente correctiva. Con el paso del tiempo y el cambio en la moralidad de las sociedades modernas, estas muestras de violencia pasaron a ser desdeñadas y el castigo, aunque aún presente, pasó a ser la parte más oculta del proceso penal. Es así, que, consecuentemente, “la ejecución de la pena pasa a convertirse en un sector autónomo, un mecanismo administrativo del cual la justicia se desentiende liberándose así de su sorda razón por un escamoteo burocrático de la pena.
Los cambios en la moralidad social que Foucault describe dieron paso a sendas protestas para que los castigos se pudiera imponer sin tortura, por lo que la privación de la libertad acabó siendo pensada como la solución para imponer penas de la forma más igualitaria posible. Esta privación de la libertad se instrumentalizó a través de la cárcel, aderezada por una estrecha vigilancia que se describe a la perfección en el panóptico de Bentham.
El efecto del panóptico convirtió a las cárceles no solo en la instrumentalización física de la privación de la libertad, sino también, en lugares en donde era posible inculcar la disciplina, a partir de la premisa de que un delincuente reformado a través de ésta tenía menos probabilidades de reincidir una vez que fuese liberado. Romper la voluntad del delincuente a través de la supervisión estricta y la disciplina forzada pretendió ser un instrumento para controlar y para desalentar a otros a cometer crímenes[5].
Es así, que la privación de la libertad en una prisión terminó siendo el castigo per se, distinto a hoy en que la privación de la libertad es la pena y su instrumento para su cumplimiento es la cárcel. Plantear esta distinción resulta fundamental, porque explica la razón de que aún en nuestros días la cárcel siga siendo vista como una pena, y que, a través de ella, sea posible disminuir las tasas de criminalidad.
No obstante, como es posible observar, la prisión no reduce las tasas de criminalidad, sino que incluso, “peligrosa cuando no es inútil[6]” para estos fines. En este sentido, surge la interrogante:
¿cuál es entonces la función de la pena?
Sin intención de profundizar en el papel histórico de la pena – pues requeriría de una extensión mucho mayor a la de este ensayo – resulta pertinente retomar la redacción original del artículo 18 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1917 que consignaba la obligación de los gobiernos de la Federación y de los estados de organizar en sus respectivos territorios el sistema penal sobre la base del trabajo como medio de regeneración. Posteriormente, las reformas de 1965 le añadieron la función de la readaptación social del delincuente[7]. Ambos conceptos, llevan intrínseca la intención de encauzar al delincuente dentro de la sociedad que lo vio cometer un delito.
Esta definición entendida de manera integral con sus propósitos de regeneración y readaptación social, descansa, de acuerdo con la evolución de la norma, en la intervención multidisciplinaria del Estado a través del trabajo, como mecanismo de combate al ocio, de la educación como herramienta para combatir la ignorancia; de las actividades culturales, recreativas y deportivas como medio para mejorar el nivel cultural y las condiciones físico-psíquicas de los detenidos, así como de las psicoterapias individuales para descubrir las causas de la inadaptación. A través de esta última, se pretende que el sentenciado supere tales causas y adquiera una nueva conciencia que le haga percibir la anormalidad de su comportamiento pasado y le genere el deseo de vivir correctamente en sociedad A partir de esta concepción de la pena, el internamiento en el centro penitenciario termina de abandonar su lugar como fin y pasa a ser entonces uno de los instrumentos mediante los cuales, es posible garantizar esa intervención multidisciplinaria del Estado. Es aquí en donde el papel de la autoridad penitenciaria adquiere especial relevancia.
Autoridad penitenciaria y sus funciones
La Ley Nacional de Ejecución Penal define a la autoridad penitenciaria como aquella autoridad administrativa que depende del Poder Ejecutivo Federal o de los poderes ejecutivos de las entidades federativas encargada de operar el Sistema Penitenciario.
De conformidad con el artículo 14 de dicha Ley, a la autoridad penitenciaria corresponde organizar la administración y operación del Sistema Penitenciario sobre la base del respeto a los derechos humanos, el trabajo, la capacitación para el mismo, la educación, la salud y el deporte, como medios para procurar la reinserción de la persona sentenciada a la sociedad y procurar que no vuelva a delinquir. Asimismo, corresponde a ésta supervisar las instalaciones de los Centros Penitenciarios para mantener la seguridad, tranquilidad e integridad de las personas privadas de la libertad, del personal y de los visitantes, a través del ejercicio de las medidas y acciones pertinentes para el buen funcionamiento de éstos.
En este orden de ideas, a contrario sensu de lo que se entiende en el imaginario colectivo, la autoridad penitenciaria no solo debe vigilar y/o supervisar, como lo propone el panóptico, sino que, además, debe garantizar el resto de las medidas que son centrales para lograr la regeneración y readaptación de la persona sentenciada.
Actualmente, esta forma de intervención del Estado recibe el nombre de resocialización. Este concepto lleva implícito el hecho de que estas medidas de las que se habló anteriormente no deben aplicarse de manera general e indiscriminada, sino que deben procurar la individualización en el tratamiento. Esto significa que, para lograr una resocialización adecuada, deben tomarse en cuenta la personalidad de cada individuo y en particular, aquellas características determinantes en su comportamiento[9].
Así las cosas, la autoridad penitenciaria debe realizar las siguientes acciones básicas para garantizar lo anterior[10]:
1 Garantizar el respeto a los derechos humanos de todas las personas que se encuentren sujetas al régimen de custodia y vigilancia en un Centro Penitenciario;
2 Procurar la reinserción social efectiva mediante los distintos programas institucionales;
3 Gestionar la Custodia Penitenciaria;
4 Entregar al Juez de Ejecución, a solicitud fundada de parte, la información para la realización del cómputo de las penas y abono del tiempo de la prisión preventiva o resguardo en el propio domicilio cumplidos por la persona sentenciada;
5 Dar aviso al Juez de Ejecución, cuando menos cinco días hábiles previos al cumplimiento de la pena, acerca de la extinción de la pena o medida de seguridad, una vez transcurrido el plazo fijado en la sentencia ejecutoriada;
6 Autorizar el acceso a particulares y autoridades a los Centros Penitenciarios, quienes deberán acatar en todo momento las disposiciones aplicables y de seguridad aplicables, en los términos, condiciones y plazos que establece esta Ley;
7 Imponer y ejecutar las medidas disciplinarias a las personas privadas de la libertad por violación al régimen de disciplina, sin que con ellas se menoscabe su dignidad ni se vulneren sus derechos humanos;
8 Ejecutar el traslado de las personas privadas de la libertad y notificar al órgano jurisdiccional correspondiente de tal circunstancia inmediatamente y por escrito, anexando copia certificada de la autorización del traslado;
9 Realizar propuestas o hacer llegar solicitudes de otorgamiento de beneficios que supongan una modificación a las condiciones de cumplimiento de la pena o una reducción de la misma a favor de las personas sentenciadas;
10 Presentar al Juez de Ejecución el diagnóstico médico especializado en el que se determine el padecimiento físico o mental, crónico, continuo, irreversible y con tratamiento asilar que presente la persona privada de la libertad, con el propósito de abrir la vía incidental tendiente a la modificación de la ejecución de la pena por la causal que corresponda y en los términos previstos por la legislación aplicable;
11 Ejecutar, controlar, vigilar y dar seguimiento a las penas y medidas de seguridad que imponga o modifiquen tanto el órgano jurisdiccional como el Juez de Ejecución;
12 Aplicar las sanciones penales impuestas por los órganos jurisdiccionales y que se cumplan en los Centros;
13 Aplicar las medidas de seguridad o vigilancia a las personas privadas de la libertad que lo requieran;
14 Promover ante las autoridades judiciales las acciones dentro del ámbito de su competencia y cumplir los mandatos de las autoridades judiciales;
15 Brindar servicios de mediación para la solución de conflictos interpersonales derivados de las condiciones de convivencia interna del Centro, y de justicia restaurativa en términos de esta Ley, y
16 Las demás que le confieran las leyes, reglamentos y decretos.
Autoridad penitenciaria federal
A nivel federal, las funciones de la autoridad penitenciaria dispuestas en los artículos 15 y 16 de la Ley Nacional de Ejecución Penal recaen en el Órgano Administrativo Desconcentrado de Prevención y Readaptación Social (OADPRS). Este órgano, anteriormente adscrito a la Comisión Nacional de Seguridad (CNS) de la Secretaría de Gobernación (SEGOB) y ahora a la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana (SSPC) tiene como misión Instrumentar la política penitenciaria a nacional para prevenir la comisión del delito, readaptar a los sentenciados y dar tratamiento a los menores infractores, mediante sistemas idóneos que permitan su readaptación a la sociedad, con la participación de los diversos sectores sociales y los tres órdenes de gobierno.
Asimismo, el OADPRS, es la Institución encargada de organizar y administrar los Centros Federales de Readaptación Social (CEFERESOS), para la reclusión de personas procesadas, la ejecución de sentencias y la aplicación de tratamientos de readaptación social. También, es responsable de emitir la estadística del Sistema Penitenciario Federal de manera mensual, en donde se incluye información relacionada con los CEFERESOS; por ejemplo: su ubicación, capacidad o incidencias ocurridas en los mismos.
Conclusiones
El sistema penitenciario nacional es el último eslabón del sistema de justicia y la parte final de un proceso que, en teoría, debería concluir con la resocialización de las personas que cometen algún delito. Es decir, este sistema debería permitir que la persona pueda reinsertarse a su sociedad a pesar de la pena y no por medio de ésta.
La transición del sistema de justicia penal de México de uno de corte inquisitivo a uno de corte acusatorio debe no solo centrarse en las etapas del proceso penal en lo concerniente a la investigación del delito y la sanción de la conducta, sino debe procurar que el conflicto generado con motivo de ella pueda resolverse. Actualmente, los centros penitenciarios son considerados como escuelas del delito porque, una vez que la persona sentenciada entra allí, es olvidada por la sociedad y las obligaciones del Estado para con ésta simplemente son desatendidas.
Una conocida frase reza que la soga se corta por lo más delgado. Desafortunadamente, el sistema penitenciario es la parte más delgada de un sistema de justicia que debiera ser robusto y centrado en la solución de conflictos. Mientras el proceso penal avanza de manera gradual hacia una modernidad en la que el respeto a los derechos y garantías de todas las personas son piedra angular, el sistema penitenciario parece que apenas logró cruzar la línea del suplicio descrita por Foucault.
No basta, desde luego, la modernización normativa si continúa asumiéndose a la cárcel como una pena en sí misma, si se continúa ensanchando el Código Penal o si sigue creciendo el catálogo de delitos que ameritan prisión preventiva. La parte central de la resocialización – la individualización – difícilmente podrá ser atendida si las cárceles continúan sobrepobladas y en total hacinamiento. Tampoco será posible resocializar a nadie si el sistema de ejecución de penas continúa en la oscuridad.
Es urgente pues, voltear la mirada hacia un sistema penitenciario que no corresponde al siglo XXI, hacia una autoridad penitenciaria que no está interesada en su importante función dentro del mantenimiento de la seguridad y el bienestar de la población y en un gobierno (independientemente de su extracción partidista) que continúa tratando a quien delinque como un enemigo del Estado. A manera de conclusión, el modelo penitenciario está dotado de elementos necesarios para que las PPL se reinserten apropiadamente a la sociedad, en la medida que se coordinen administrativamente el juez de ejecución y la autoridad penitenciaria.
Si esto se lograse, fortaleceríamos no solamente a la reinserción social, sino que impediríamos el hacinamiento, para así recuperar el control de los centros penitenciarios; además, se consolidan los servicios postpenitenciarios de las personas sentenciadas en libertad con actividades de atención gradual para reforzar su proyecto de vida.
Con esto no solamente garantizamos la reinserción de la persona, sino que adicionalmente afianzaremos la justicia restaurativa en favor de la reintegración y recomposición del tejido social.