24 noviembre, 2024

Que Biden sea más decoroso que Trump no es suficiente para México

 Joe Biden es el presidente electo de Estados Unidos. Con su llegada a la Casa Blanca, cerraría una de las etapas más ominosas de la relación México-Estados Unidos en la historia moderna. Cuatro años que supusieron la destrucción de las bases más elementales del decoro bilateral, el atropello orquestado a los derechos humanos de migrantes, la devastación medioambiental del ecosistema de la frontera y el encumbramiento de México como chivo expiatorio internacional. Trump dañó al mundo, y especialmente a México.

La mayoría de los electores en Estados Unidos ha votado para que el racista de caricatura que era Donald Trump se vaya de la Casa Blanca, pero no por ello ha votado por una relación mutuamente benéfica entre México y Estados Unidos, vecinos y aliados comerciales y estratégicos.

Hasta ahora, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, se ha negado felicitar a Biden antes de que Trump conceda, un error de cálculo y una manera infantil de mostrar, no que apoya a Trump —como superficialmente podría leerse— sino que para él la llegada de Biden no es automáticamente una buena noticia para México.

Si México quiere una relación bilateral sana y de mutuo apoyo es crítico que implemente cambios urgentes en su forma de relacionarse con Estados Unidos, independientemente de quién sea el presidente.

Nada asegura que Biden vaya a tomar decisiones alineadas con los intereses de México. Su política económica tiene claros tintes proteccionistas que podrían desincentivar fuertemente la inversión en otros países. Su plataforma llama a “traer a casa cadenas de suministro” y a retener millones de empleos manufactureros en Estados Unidos. Una retórica cercana a la del trumpismo.

En términos migratorios, Biden ha prometido una reforma migratoria integral y ha sido claro en que dará vuelta atrás a los cambios de Trump. Pero esto no es ni remotamente suficiente. La política migratoria pre-Trump ya era problemática: favorecía la deportación de cientos de miles de mexicanos, medía sus éxitos con base en el número de aprensiones e incluso construía vallas en la frontera. Y, quizás lo más revelador: los demócratas han sido incapaces de implementar una reforma migratoria comprensiva que favorezca la integración laboral entre México y Estados Unidos en vez de la mano dura. Y, si los demócratas no ganan el Senado, todo indica que continuarán así durante los próximos cuatro años.

El hecho de que Biden sea un hombre más decente que Trump tampoco es garantía para la relación bilateral. Por décadas, Estados Unidos ha mantenido una política autoritaria, abusiva e irrespetuosa en contra de México y Centroamérica por canales institucionales. Trump inauguró el bullying público contra México pero no inventó la agresiva dinámica de desequilibrio de poder que ha existido entre ambos países por siglos.

En ese sentido, el resultado electoral es una buena noticia para México pero, sobre todo, es una advertencia: no importa qué partido esté en el poder, no es Estados Unidos el que debe cambiar, sino México es el que necesita modificar su forma de hacer política bilateral de raíz si quiere tener resultados. Los cambios deben ir en dos sentidos.

Primero, México debe dejar de ser el país que cruza los dedos esperando que el presidente de Estados Unidos sea afín a nuestros intereses —como se suponía que sería el republicano George W. Bush— y debe tomarse en serio la labor de hacer política, cabildeo y movilización entre congresistas y políticos locales de Estados Unidos.

Es crítico derrocar la ilusión (viva en muchos mexicanos) de que un presidente demócrata puede hacer grandes cambios en favor de México. No es así. La política de Estados Unidos se ha vuelto cada vez más local porque la distribución de sus distritos —diseñando fronteras distritales en beneficio del Partido Republicano— han hecho muy difícil que un presidente demócrata tenga mayoría en ambas Cámaras: con lo cual es complicado que el presidente logre pasar legislación ambiciosa de los grandes temas.

Los cambios regulatorios más importantes de Estados Unidos no se logran convenciendo al presidente en turno sino teniendo congresistas y gobernadores aliados que entiendan el valor de implementar una agenda favorable hacía México. En las últimas décadas, la legislación migratoria, comercial, medioambiental y de seguridad de Estados Unidos se ha definido mayormente por el Congreso y las alianzas que ahí existen, no por los deseos de su presidente.

México debe desplegar una estrategia sin precedentes para encontrar y convencer a congresistas estadounidenses de las bondades económicas de una política migratoria flexible, de una regulación estricta de la venta de armas en la frontera —que ha sido un factor decisivo en el aumento de violencia en México— y de invertir en limpiar el desastre medioambiental de la frontera.

El servicio exterior no puede ser una simple extensión burocrática mal financiada del Estado mexicano y debe convertirse en un esfuerzo constante y estratégico por identificar agendas políticas que le interesen a México. Es crítico facilitar la movilización del voto de electores mexicanos que viven en Estados Unidos. Nuestros paisanos deben comprender qué cambios legales le convienen a México y a ellos mismos, y cuáles no: su voto hace una diferencia.

Segundo, México debe transitar de ser un país donde la política bilateral se define en “el cuarto de al lado” o en negociaciones cerradas entre grandes empresarios y políticos y debe convertirse en uno donde la sociedad civil de a pie esté involucrada en diseñar las relaciones entre los dos países.

El que Biden vaya ser, en teoría, un presidente más abierto a escuchar que Trump no es un avance si el demócrata escucha primero los intereses de las grandes empresas mexicanas y sus inversionistas. Solo es un avance si logramos que se escuche primero a trabajadores, activistas de los derechos humanos y migrantes, que muchas veces son trabajadores esenciales en Estados Unidos.

La sociedad civil mexicana, los trabajadores organizados y los grupos de migrantes debe encontrar aliados en las facciones progresistas del Partido Demócrata para empujar políticas que fomenten relaciones bilaterales que aumenten los salarios y protejan al medioambiente.

Por ejemplo, no basta con que Estados Unidos vuelva a firmar los acuerdos de París. La emergencia climática requiere que nuestro vecino invierta en ayuda monetaria para financiar la limpieza de ríos y cuencas acuíferas afectadas por la actividad comercial de México y Estados Unidos, así como para la recuperación de ecosistemas afectados por el muro fronterizo.

Tampoco basta con que el T-MEC, el nuevo acuerdo comercial entre México, Estados Unidos y Canadá, empuje la organización sindical. Los sindicatos deben reconstituirse de manera trilateral, operando en los tres países y organizándose a través de las fronteras. De otra manera, los avances del tratado comercial podrán ser cooptados con fines políticos.

Es momento de que la sociedad civil mexicana se internacionalice y arranque de las manos de las grandes empresas mexicanas y sus consorcios el poder monopólico que estas han tenido para influir en la agenda comercial con Estados Unidos.

México debe despertar y darse cuenta de que es muy peligroso estar a expensas de los vaivenes de la política estadounidense y de la persona, demócrata o republicana, que ocupe la Casa Blanca.

El sufragio de los mexicanos elegibles para votar en Estados Unidos bien podría ser importante en las elecciones de ese país en un par de décadas. Debemos tomarnos en serio la labor de persuadir a la política estatal y local de Estados Unidos para lograr una relación más equilibrada entre México y la mayor potencia del mundo, su vecino del norte.

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