Hace seis meses, el papa Francisco eludió las especulaciones de que estaba a punto de dimitir por problemas de salud, pero aunque hubiera soñado con la idea, se enfrentaba a un obstáculo importante: ya había otro papa emérito retirado.
La muerte el sábado de Benedicto, que en 2013 se convirtió en el primer pontífice en 600 años en renunciar en lugar de reinar de por vida, debería hacer que cualquier decisión de renunciar sea más fácil para Francisco y la Iglesia, que ya ha luchado bastante con tener “dos papas”, por no hablar de tres, dos retirados y uno al mando.
También podría incitar al actual pontífice a revisar lo que sucede con los futuros papas que decidan abandonar su cargo a causa de la vejez en lugar de aguantar hasta la muerte.
Francisco tiene ahora 86 años, un año más que Benedicto cuando se retiró. A pesar de necesitar un bastón y una silla de ruedas, no muestra signos de reducir su actividad. Tiene previsto viajar a África este mes y a Portugal en agosto.
Ha dejado claro que no dudaría en dimitir algún día si su salud mental o física le impidiera dirigir la Iglesia de 1.300 millones de miembros.
En una entrevista concedida a Reuters el 2 de julio, descartó los rumores de una dimisión inminente. “Nunca se me ha pasado por la cabeza”, dijo, negando también los rumores entre diplomáticos de que tuviera cáncer.
El mes anterior, los medios de comunicación católicos y algunos laicos se sumieron en un frenesí de informes infundados y tuits frívolos que especulaban con su salida en pocos meses.
Pero ahora que se acerca el décimo aniversario de su elección en marzo y en cuatro años su novena década de vida, las posibilidades de dimisión aumentarán.
La ley de la Iglesia dice que un papa puede dimitir, aunque la decisión debe tomarse sin presiones externas, una precaución que se remonta a los siglos en que los potentados europeos influían en el papado.