La ilusión sigue. Intacta, viva, vívida. Para ambos, para Argentina y para Lionel Messi. Una nueva Final. La incógnita y la incertidumbre, el misterio y el suspenso. ¿Francia o Marruecos? Lo sabrán la madrugada del jueves, en los tiempos de Qatar.
La bendición la escribe de manera implacable: 3-0, bajo el esplendor de Julián Álvarez y Lionel Messi.
Argentina hizo su tarea. Cierto, los imponderables también. El árbitro le regaló un penalti, que Messi cobra impecable. El 2-0 es un afortunado infortunio: la pujanza de Julián Álvarez y los titubeos de la defensa. El atacante del City tira paredes accidentales con la impericia de los defensas croatas, hasta cachetearla suavecito sobre un dubitativo Dominik Livakovic, quien ya cargaba una amarilla injusta tras el penalti.
En cinco minutos, a los ’34 y a los ‘39, Argentina resuella en medio de un partido atrapado en un laberinto y sin brújula. Croacia lo maniataba, le proponía, le amenazaba. Era mejor la legión de Luka Modric, pero sin romper el cero albiceleste.
Llega entonces la pifia de Daniele Orsato con ese penalti que en otros cinco deportes se habría marcador como falta en ofensiva. Pero Messi lo cuelga de las candilejas del marcador.
Croacia, con esos dos goles en cinco minutos tuvo que bregar, obligado, atrapado, por esa condición extrema de la guillotina oscilando sobre su pescuezo. Le despedazaron el plan de juego a Zlatko Dalic, y para Argentina el trámite empezó a resolverse a base de apretar, violentar cuando era necesario, y sostener el marcador para evitar un nuevo desmayo crítico como ante Países Bajos.
¿No fue elegante? Por supuesto que no, pero ya Lionel Scaloni estaba decidido a vivir bajo el amparo del marcador, antes que vivir otro pasaje de angustia en los minutos finales.
Y Croacia recibe el tercero, cuando nuevamente asedia, cuando nuevamente empuja, cuando empieza a generar amarillas del adversario y soponcios en el Dibu Martínez. El 3-0 es una cortesía de Messi, por derecha, picando, amagando, recortando. En la línea de fondo sirve retrasado. La ofrenda es de esas que Julián no perdona, no desperdicia.
¿Fue excelsa Argentina? Ni remotamente, pero fue efectiva. Y en las palabras incluso del mismo Dalic, ya en las instancias de matar o morir en que se vive la Copa del Mundo, las exquisiteces llegan a ser más un acto de soberbia o arrogancia, que de inteligencia.
Porque, además, a partir del 3-0, al ’69, ya Croacia pujaba por un acto de supervivencia. Era más un acto de voluntad que un acto de fe. Era más una decisión genética que una convicción absoluta, porque los albicelestes se asentaban con los cambios de Scaloni, para mantener piernas frescas, en recuperación, y en el afán de alimentar a Messi, tratando de intimidar ahora con Dybala en lugar de Álvarez.
En esa inercia de superioridad, de contar con el jugador número 12 en el marcador contundente, amplio, y su inercia emocional sobre el adversario, la doctrina de Argentina era bastante clara: reducir al mínimo los riesgos, y aumentar al máximo los contragolpes, cuando ya Modric y compañía intentaban resucitar a bocanadas de aire, cuando ya el respirador artificial los esperaba en terapia intensiva.
Para Argentina, lo más relevante es que encuentra su mejor forma futbolística en Qatar. Esa que insinuó en las eliminatorias de Conmebol y en Copa América.
Y para tranquilidad de Scaloni, Messi sigue concentrado, devoto, inmerso, como nunca antes, en ese compromiso por ser campeón del mundo. Sabe que sólo de esa manera se abrirá la puerta sagrada donde deben aguardarlo las épicas de Diego Armando Maradona y Pelé.
Ya no es el mismo, claro. Ya no es el tipo que destruye con una verticalidad de un misil implacable a sus adversarios. Pero hoy, más sabio, más cadencioso, ha encontrado la forma de que Argentina gane, para ganar él. El gran reto es ratificar que ya jugar una Final de Copa del Mundo, ha dejado de intimidarle, de estremecerle.